lunes, 11 de julio de 2011
AMADEUS (1984)
Una risita inquietante y bobalicona corretea por Viena en 1781. Bucea bajo las faldas de una damisela y desquicia con su insolencia a chambelanes y cortesanos.
Wolfgang Amadeus Mozart es un mequetrefe con talento, un mono de feria elegido por Dios para que, bajo sus pelucas de mil colores, alumbre la música más sublime jamás creada.
Precoz, prodigioso, excesivo, manirroto y borrachín, ha sido llamado a la Corte para deleitar al emperador José II y, de paso, humillar la mediocridad de Antonio Salieri, su músico de cámara.
La ponzoña y los celos del músico italiano hacia su colega de Salzburgo van in crescendo al reconocer el virtuosismo de su rival y su tirón entre el vulgo. Envidia su maestría, desea su natural portento.
Defenestrado por el destino y abandonado por el Altísimo, el santurrón Salieri urdirá un plan para acabar con Mozart. Matará al genio ahogándole con un encargo urgente: un requiem póstumo que a la postre signifique su triunfo. El de Salzburgo perece entre deudas, prisas, alcohol y estajanovismo.
Esa es la historia, grandilocuente y sublime, que compuso el director Milos Forman en Amadeus.
Salieri paladeó su triunfo doscientos años después resucitado en los rasgos de F. Murray Abraham. El actor se llevó el Oscar al condensar el drama, la admiración y la tragedia del compositor italiano, al tiempo que Tom Hulce, encargado de enfundarse la peluca de Mozart, se quedó con la miel de la nominación.
Salieri, al fin, entró en el Olimpo de la inmortalidad. En la secuencia final, el decrépito compositor italiano recorre el sanatorio donde está recluido. Postrado en una silla de ruedas, como un papa extasiado de compasión, reparte piedad a locos y tarados:
"¡Yo os absuelvo, mediocres del mundo!"
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