Leyendo el libro Voces del Olimpo del periodista Helio Vera, me topé con el caso de un candidato a un importante cargo político que, en plena campaña, anunció con vehemencia:
"Y les prometo que si ganamos las próximas elecciones, este país resurgirá por fin de entre sus cenizas como el gato Félix."
La sonrisa, inevitable, dejó paso a una de las imágenes del Fénix que conozco de siempre, la que corona la cúpula del edificio situado en la calle Marqués de Sotelo de Valencia. La composición escultórica representa al ave junto a un ser humano joven, bello, prometedor, sentado airosamente en una de las alas del Fénix y levantando un brazo en el aire.
Quizá porque era injusto que un acto de amor terminara en una muerte así, todos los ángeles estuvieron de acuerdo en concederle al ave Fénix varios dones, como el de sanar las heridas de otros seres vivos con sus lágrimas y el de la vida eterna.
Su inmortalidad se manifestaba en su eterna capacidad de volver a la vida resurgiendo de sus cenizas.
Según la leyenda, cuando le llegaba la hora de morir, hacía un nido de especias y hierbas aromáticas y ponía en él un único huevo. Después de empollarlo durante algunos días, una noche, al caer el sol, el Fénix ardía espontáneamente, quemándose por completo y reduciéndose a cenizas. Gracias al calor de las llamas, se terminaba de empollar el huevo y, al amanecer, el cascarón se rompía, resurgiendo de entre los restos aún humeantes el ave Fénix.
No era otra ave, era el mismo Fénix, siempre único y eterno, aunque siempre más joven y fuerte que antes de morir.
Siempre más sabio porque tenía, además, la virtud de recordar todo lo aprendido en su vida anterior.
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