jueves, 1 de septiembre de 2011

CASTRATI, VÍCTIMAS DEL CANTO

Carlo Broschi, Farinelli, con un grupo de amigos
Cuando se quiere abordar un determinado repertorio como el de la ópera o el oratorio barrocos, los directores musicales se encuentran en nuestros días con un obstáculo insalvable: ya no existen castrati, aquellas voces para las que se compusieron las más memorables piezas vocales y que, en su momento, fueron las verdaderas estrellas de la ópera, los primeros y absolutos divos.

Y, como todo aquello que nos resulta irremisiblemente perdido, provoca en nosotros la fascinación por lo irrepetible, por lo desconocido, por lo inasible.

Emasculados a temprana edad para conservar el carácter andrógino de sus voces infantiles se mantuvieron en activo hasta principios del siglo XX, en la Capilla del Vaticano.

Es Carlo Broschi, Farinelli (1705-1782), el castrado más célebre de todos los tiempos. Entrenado por su padre en su Apulia natal y tras estudiar en Nápoles, actuó en más de 60 óperas en sus diecisiete años de vida sobre los escenarios.

Estando en París, recibió la invitación de trasladarse a España para cantar en privado para Felipe V, que recurría a él para que le ayudase a combatir sus prolongados ataques de depresión.
Durante los cuatro años siguientes, todos los días desde la medianoche hasta las cuatro de la mañana, Farinelli interpretó en el palacio de La Granja las mismas cuatro arias para el Monarca y su esposa parmesana, Isabel de Farnesio.
Su posición privilejiada se mantuvo tras el acceso al trono de Fernando VI. Este Monarca le nombró director de la Real Compañía de Ópera.
Pero cuando el Rey murió y le sucedió Carlos III, fue cesado fríamente. Decepcionado, se retiró a su villa de Bolonia, donde vivió como un gran señor, recibiendo visitas de Casanova, Mozart, Gluck y el propio Emperador de Austria, José II.

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